sábado, 1 de julio de 2023

Ramón Rubina Gajardo Poeta

Tren a las nubes
Lo que mueve a una locomotora a vapor es el ciclo del agua. La naturaleza, su reproducción, encerrada en un cubículo de hierro para que el agua, antes de volver a su estado líquido, empuje a un émbolo y mueva la ferretería de aquel rinoceronte metálico, al que mi niñez vio desplazarse por los rieles, echando humo por la nariz mientras esperaba a los incautos pasajeros en las infinitas estaciones de aquel mundo, húmedo aún de paraíso. En las noches, desde la casa de mi abuela, podíamos ver su gran ojo de fuego taladrando el túnel lleno de estrellas por donde volaba. Sepan ustedes que, después del crepúsculo, los trenes ya no son rinocerontes embistiendo la lejanía y dándole cornadas a la luz mientras avanzan. No señores. En la noche las locomotoras a vapor se convertían en escamosos dragones, raptaban a los niños y abriendo la puerta de los sueños se los llevaban volando al fondo del mar. ¡Cómo! ¿No lo sabían? Bueno, les contaré que el mar era un estanque azul y lo que hacían estos dragones era abandonar a esos niños en sus jardines, precisamente para que al verse solos lloraran y, con sus lágrimas, el mar tuviera la sal necesaria para llamarse mar. Sólo cuando aquella extensión marina tuvo la sal suficiente, las locomotoras a vapor desaparecieron de la faz de la tierra.
Mi papá, en su niñez, sabía todas estas cosas. Por eso, casi adolescente, se arrancó de su casa, en realidad una pieza de tablas manzaneras, acompañado de su amigo Tomasino. Ambos se subieron al Longino, el famoso tren nortino, rumbo al puerto de Coquimbo donde esperaban embarcarse en un navío carguero, recorrer el mundo y, como los personajes de Joseph Conrad, aventurarse en los mares indescifrables de la vida. Estuvieron a punto de lograrlo. Mintiendo acerca de su edad, por lo demás cosa que a nadie interesaba en ese tiempo, consiguieron la cartola de embarque y para celebrarlo se fueron con su niñez a una función de circo, pues se despedían de ella y nada mejor que la magia de ese mundo de nunca jamás. Mundo en el cual habían conseguido varias patadas en el culo, dadas por los enormes zapatos payasiles, intentando meterse por los bordes de la carpa. Eran pobres y los niños pobres saben que para soñar hay que recibir muchísimas patadas en el culo. Aunque esa vez no fue necesario, pagaron su entrada.
Yo aún los veo. Sentados en las gradas de madera e intentando olvidar el miedo al porvenir, asustados por el fantasma de lo desconocido, en tanto el mar golpeaba las orillas cercanas, redoblando su llamado, cada vez con más insistencia y a ellos fingiendo reír con los tonis, asombrarse con los magos, sobresaltarse con los trapecistas, además de recordar la dura escarcha de la pobreza, colgando del harapiento racimo del cité, donde vivían con mi abuela. Y el objetivo final de su travesía: el pan, Ítaca de los infortunados. Y de todos aquellos navegantes, náufragos del oscuro mar de la miseria. Ahí están los dos, guardándose sus lágrimas, sin mirarse para que la eternidad del amigo no se entere de su flaqueza. El mar, conociéndolo todo, ha indagado el alma humana durante miles de años, entra en la carpa del circo y ellos escuchan el canto de las sirenas. O de Circe, la hechicera, ofreciendo un futuro de riquezas, atrayéndolos a esa otra isla, en el mar de las apariencias, donde esclavos de la avaricia serán convertidos en cerdos, como los amos de este mundo, sin darse cuenta. De pronto suena el pito de otra locomotora, un tren ha llegado al puerto. El mar, con sus encantamientos, traga sables, serpientes de oro, peces de fuego y espejos sin fondo, retrocede con su máquina de nubes. Ambos alzan la mirada y ven, con espanto, que mi abuela, inexplicablemente contaba papá, apareció en el interior del circo. La vieron caminar, levitaba al parecer, pues nunca, a pesar del silencio de los espectadores ante los malabaristas, escucharon sus pasos, ni su voz, ni los gritos con sus nombres, sólo el llanto de vidrios rotos que los buscaba entre el gentío y, para ellos, más fuerte aún que el vozarrón del “señor Corales” anunciando a los leones comedores de gatos, burros y perros en todas las provincias de Chile. Mi padre guardó toda su vida esas lágrimas en el bolsillo de sus camisas. Recordaba que su mamá, sollozando, lo abrazó, junto al Tomasino. Ambos amigos se miraron, uno de ellos debía quedarse. No podían dejarla sola. Y, como hijo, a él le correspondió tal suerte. Luego de despedirse, al borde del muelle, mientras el Tomasino se internaba en el océano, del cual nunca más volvió, papá y mi abuela subieron al tren para regresar a Ovalle. Años después, aún subía al mismo tren, llegaba a Coquimbo, se embarcaba en ese carguero y seguía los pasos de su inolvidable amigo. Pero siempre, antes de embarcarse, alguien lo detenía. Aunque esta vez no era su madre. Éramos nosotros, su familia, llamándolo desde el solitario muelle de sus recuerdos. Entonces bebía y, por ser tal vez su hijo mayor, me miraba con rencor, escuchando el regreso de la locomotora a nuestro pueblo. Y el sonido del mar que, en la desierta playa de aquel sueño, dejaba para siempre los cuerpos resecos e informes de las sirenas muertas.
Pero, curiosamente, fue mecánico de ajuste y montaje en la maestranza de Ovalle, trabajando para los ferrocarriles de Chile. Maestranza donde los destripó como a ballenas, para armarlos nuevamente, conociendo al dedillo su mecanismo de nubes y fuego. Y así lo conocí, sobre un tren, al que yo salía a encontrar en los faldeos del cerro Bellavista cuando volvía a casa, a las once treinta de la mañana. Mamá lo esperaba con el almuerzo listo, nadie podía molestarlo cuando lo hacía. Nosotros permanecíamos en el patio, jugando bajo el damasco, y éramos felices sin darnos cuenta. Me detengo ahora, me siento abrumado por esos años perdidos como los relatos de mi infancia. Más adelante les contaré como realmente conocí mi primer tren, el más inolvidable, el más perfecto y, aunque nunca me subí a su locomotora, soy el maquinista. Con él me pierdo entre las nubes de papel y palabras de carbón, recorro el cielo, entro en mi infancia, vuelvo a la escuela, al patio donde juegan elefantes, camellos, cebras, caballos árabes, ponis, domadores, payasos, malabaristas ¡El circo! ¡El circo! ¡Ha llegado el circo!
Los griegos pensaron mover la tierra con una palanca. Al no encontrar un punto de apoyo fracasaron. No se imaginaron que algo tan sutil como el vapor pudiera tener la fuerza no de mover la tierra, pero sí de levantar y movilizar pesos más grandes que los enormes bloques de sus templos. Durante siglos y siglos la tracción animal, como la humana, fue aplicada para levantar y trasladar los materiales necesarios para construir la civilización. Aunque el viento y el agua, en su forma líquida, fueron esenciales para aquellos menesteres no reemplazaron la tracción animal ni la humana. Ambas fuerzas eran volubles, manejadas por dioses caprichosos cuya ira desataba sequías, tormentas, inundaciones, todas de fatales consecuencias, paralizando el progreso, destruyendo los avances, produciendo hambrunas y, sobre todo, dejándonos a merced de aquellas bestias creadas por los dioses para que entendiéramos a quien pertenecíamos, cuáles eran nuestros límites frente a su reino.
Una tarde, en pleno verano, mientras conversábamos sentados bajo la sombra de un árbol, y capeábamos el sol, el cielo se llenó de nubes tan negras como la sala del Nacional, nuestro cine de niñez. Al mirar aquello, nuestro asombro palideció, vimos a un gran carro de cristal, con ruedas de fuego y tirado por cuatro caballos aún más negros que las nubes recorriendo el aire de los presagios. Sobre él, chasqueando un látigo de muchas lenguas un hombre de armadura, y tocado de plumas brillantes, recorría el espacio dando gritos mientras azotaba a las nubes. Lo seguía una multitud de guerreros emplumados, armados de hondas y lanzas. Con las hondas arrojaban enormes piedras que al atravesar el aire producían una gran luz y caían con gran estruendo en los cerros. Cada vez que el hombre hacía restallar su látigo, esas enormes leguas aullaban, se incendiaban y golpeaban la tierra. Viento y agua. Luz y fuego inundaron el valle. De pronto, el hombre, al darse cuenta de nuestra presencia, detuvo el carro. Sin bajarse nos miró. Nos pareció más sorprendido que nosotros. Tal vez porque podíamos verlo. Luego bajó del yelmo una especie de máscara, tenía forma de perro, para cubrirse el rostro, e intentó golpearnos con su látigo, pero falló, sus lenguas azotaron el pasto reseco y produjeron un gran incendio. Bueno no falló totalmente, al menos conmigo, me dijo el viejo Benito, mostrándome la cicatriz que recorría su mejilla derecha, internándose por el hombro hasta la cadera.
Fue una extraña y larga lluvia. Nadie la esperaba ese verano. Se perdieron las cosechas, la fruta se pudrió, los senderos se cortaron y los puentes carreteros decidieron partir al mar. Los camiones no estaban hechos para esos menesteres de barro y agua. Muchos fueron los que se arriesgaron, en mulas o carretas, tratando de llegar al alimento por huellas y recovecos, pero las inundaciones de los ríos, los despeñaderos de las quebradas, no tuvieron respeto con aquellos arriesgados. Desde mi casa, en un alto, los veíamos pasar como sombras, dando gritos para perderse tras la puerta de la lluvia. Sabíamos que no volverían. No, no morían en alguna orilla del frío, junto a sus animales. No regresaban, pues si llegaban a alguna parte, las cansadas bestias se negaban a la travesía y se quedaban quietos, a pesar de los guascazos, los insultos y los ruegos con olor a aguardiente. Y debían quedarse ahí, mientras sus familias temblaban de hambre y desesperanza. Otros simplemente se devolvían o se extraviaban, apareciendo días más tarde, sin mula, ateridos y hambrientos. Pasaron muchas cosas en esa lluvia ¿Se acuerda Amable? Usted estaba niño, le decía otro aún más viejo ferroviario, como don Benito, mientras tomaban vino y yo escuchando. El rio, enorme por la tormenta, encabritado, salió más allá de sus orillas. En las noches, retumbando, se llenaba de luces y en una de esas, mi comadre Juana, sus hermanos, también yo, vimos un enorme galeón subir corriente arriba. Podíamos escuchar las maldiciones, los gritos, las órdenes y el sonido de las velas del barco azotadas por el viento y el agua. Como estaba oscuro, atisbábamos algunas formas que se desplazaban en la cubierta con faroles en las manos, observando las orillas, las casas en tinieblas que tiritaban, desmayadas por el miedo, tratando de no hacer ruido, evitando los crujidos y redoblando el silencio para que los piratas no desembarcaran ante nuestras ventanas. No sé cómo fue más arriba, pero en la nuestra no se detuvieron.
Así fue, al amanecer empezaron a navegar en el cauce las ruinas de la tempestad. Berreos, relinchos y cuerpos hinchados de animales flotaban en el rio. Entre camas de bronce, muebles destripados, árboles con sus raíces al aire, desvencijo de construcciones, puertas e inútiles ventanas podíamos observar ataúdes corroídos, ya orinados por el tiempo y cadáveres que parecían huir de una desgracia más terrible. Los piratas decían las gentes. Habían desembarcado y saqueado los camposantos a lo largo de la rivera del Limarí, abriendo tumbas, despertando muertos a los que encadenaban, subiéndolos al galeón para venderlos quien sabe dónde, mientras le sacaban el oro de los dientes, aros y argollas de matrimonio. Y luego de acuchillar a los animales, bebiendo sangre fresca de cabras, ovejas, mulares, caballos, machos o gallos cantores, de todo lo vivo encontrado en su camino, y  arrojarlos a la corriente, se devolvieron rumbo a la nada, ese lugar más profundo que el cielo donde surcan alumbrados por estrellas negras. Aunque no es la eternidad. ¿No me cree? No sé, cuento lo escuchado y visto, a lo mejor no es verdad. Pero es cierto. Mientras esto sucedía, horas más tarde, a las seis treinta, después del domingo que le digo, sonó el pito de la maestranza. Entonces los trabajadores, los tiznados, a pesar de nuestras desdichas, y dejando a nuestras familias, acudimos a su llamado. Cruzar Ovalle era otro lance, el agua nos llegaba a la cintura, la gente apagaba la luz y cerraba las cortinas al vernos. Con esos trajes amarillos de látex semejábamos apariciones, seres emergidos de aquellas aguas retorcidas bajo la extrañeza del alumbrado eléctrico y los peces muertos de las sombras esquineras. Pero llegamos. Aun veo las locomotoras, recién despiertas, con sus focos encendidos, echando humo, nerviosas y dispuestas a entrar a la lluvia, rompiendo los muros de la humedad para llevar lo que necesitábamos, cajas de alimento, abrigo y carbón a la ciudad y sus alrededores. El maestrancino, el nuestro, el tren de los tiznados como lo llamaban, pues nos llevaba por la orilla del cerro Bellavista, dejándonos cerca de nuestros hogares. Almorzábamos y nos regresábamos  en su paciencia de coque y humo, parando en cada ocasión y tocando su flauta a vapor. ¡Ya es la hora! ¡Ya es la hora!, gritaba. ¡Salud!
Así no más era, bajo la lluvia recorrimos las estaciones, dejábamos la alimentación, las frazadas, colchones y carbón. Al llegar, el tren, como sombra bufadora, hacía retumbar la sirena. Eran estaciones abandonadas, el agua, y el pobre inspector, temblando nos recibían. En general los habitantes de los poblados, con la excepción de dos o tres ranchos de adobe, acostados eso sí, para resistir el peso del tiempo, vivían lejos de ellas, tras las lomas, desperdigados como lagartos en el invierno. Pero no sé cómo, apenas el silbato de la locomotora principiaba a sonar, la estación se llenaba de hombres, mujeres, niños, algunos con sus burros, la mayoría de infantería, para llevarse la necesidad a sus rucos de barro pajero. ¿Sabe lo que yo creo? Que se convertían en piedras, durmiéndose acuclillados, abrazándose las rodillas mientras duraban las desgracias, que eran muchas, y despertaban cuando las cosas empezaban a cambiar, sacudiéndose la pedrosidad de su letargo  y salían nuevamente a principiar la vida. Esa noche fue así. Siempre era así.  Aparecían, no otra cosa, en cualquier día y luego se perdían caminando, haciéndose transparentes, agujeros de aire, sostenidos por sus nombres, pues si no los nombrabas no podías verlos. En otras ocasiones se enrollaban bajo el calor, se empiedrificaban y salían a caminar por la distancia al llegar la fresca, después que el equipajero se iba traqueteando al mar. Pero ese lunes, en la tormenta íbamos de estación en estación y en todas la lluvia resultaba diferente, incluso su olor, en algunas el agua era verde, en otras morada con olor a cilantro, a cabra mojada en la siguiente, toda amarilla. La mejor, dónde la Mariquita, todo paico, men
ta, malvarrosa. Ah, era muy linda ella, su cantina parada obligada de los carrunchos. Dicen que no se casaba porque estaba muerta desde joven, virgen murió y, mientras no perdiera la telita, la muerte no venía a buscarla. Un día desapareció. Quién sabe quién fue el suertudo. Pero también en Ovalle entregamos lo importante, bueno al menos a quienes vivían en el cerro, una torta de barro y mierda cuando la lluvia. El canal se desbordaba y, los aledaños, faldeos abajo se llenaban de lo mismo. Tres días. Tres días fuimos y vinimos con el tren. Cuando se terminó el aguacero descansaron las locomotoras, tosían, enfermas tuvimos que repararlas. Sabe, los únicos puentes parados fueron los del ferrocarril, aguantaron, y pa que no se cayeran los trenes pasaban en puntillas. Si hasta daban su pasito de ballet. El último tren se suicidó, eso dicen. 
Resultó, como le dije, que el vapor, etéreo, informe, casi banal y asimilado a lo vanidoso y débil de lo que consideraban el mundo femenino, esa fuerza como un desmayo, amputada del agua, podía levantar pesos y acarrear masas muy superiores a los del esfuerzo humano, cuya energía estaba supeditada al látigo como la del vapor al calor emanado del fuego. Pero fue ignorado y relegado a las cocinas, lacayo de ollas, teteras y parlaefímero que anunciaba el momento del furor de su antiguo amo, el agua, lonja arrancada por los humanos a Poseidón. Así, el hombre y el mulo estuvieron durante generaciones en el mismo nivel social, utilizados como fuerza de trabajo por las castas dominantes. Durante un tiempo, nuestro héroe también fue utilizado en los baños públicos, para la limpieza del cuerpo, desollar contrincantes al poder político, en las representaciones teatrales y encargado de eliminar espinillas. Como ven, atado a actividades secundarias. Los ingleses, piratas del comercio, buitres del oro, entendieron que mejor esclavo que un hombre resultaba el vapor. Pues, en su apariencia debilucha, podía ejercer una fuerza de hércules y realizar los trabajos de cientos de trabajadores, ya el salario miserable existía y la conciencia de la alta burguesía quedaba en paz, abaratando costos, ganando tiempo y recurriendo a la caridad para que el viejo esclavo, ahora obrero mal remunerado, no tosiera sangre en las calles y muriera tras las paredes de horrorosos hospitales. Quede claro, no se culpe al vapor del estado de las cosas del siglo antepasado. Ni al petróleo del estado del siglo pasado, ni de este, a la energía atómica que amanece en nuestro horizonte de comercio y usinas. Este es el problema humano ¡La avaricia! Pero, bueno, en las fábricas comenzó el vapor, en conjunción con ejes, pistones y engranajes a revelar su potencia, sin látigo, sin salario, acuciado por el calor que el hombre aplicaba al agua, la que al sentirse desollada salía gritando junto a su piel, el gas llamado vapor, y pasando por émbolos que lo exprimían realizó el trabajo de cuatro obreros, luego de cien y de miles a través del mundo y las transmutadas industrias. Donde se precisaban veinte cabezas de familia, necesitados de llevar el pan a sus casas, se ocuparon tres. Lo que abarató la mano de obra, que tuvo que ofrecerse a precio de ganga, pues los trabajadores de estas fábricas  sobraron, como en todas las demás, produciendo, por lo mismo, hambruna, prostitución, delincuencia, hacinamiento y sobre todo, explotación y enfermedades. Como también grandes fortunas, mansiones, orgullo, vanidad, usura e indiferencia ante el dolor humano. Además las mejores novelas sobre esta situación denigrante, a la cual estaba sometida la aún llamada clase baja, del escritor Charles Dickens. Si bien el hombre huyó de la explotación rural a la ciudad, en esta no tuvo salida. Las ciudades son círculos concéntricos que a medida que se alejan del círculo más central, acumulan más pobreza en los  círculos más grandes y lejanos. Pocos son los puentes que unen estos círculos, la especialización y la educación parecen ser los más transitados, aunque no resuelven el problema. El ayer explotado, a su vez, explotará al del círculo inferior o ayudará desde su título profesional a que lo exploten. Son los principios los equivocados. No es precisamente una sociedad basada en la economía libre, ni de social mercado, una monja de la caridad. El oro es el becerro, los economistas sus sacerdotes, encargados de explicarnos los oráculos, mientras en la bolsa de valores nos dan o quitan los favores de ese becerro de oro ante el cual se arrodillan, pues no desean derribarlo, a lo sumo darle otra forma, de cerdo de oro o faisán dorado, todas las naciones del mundo. Quizás en este siglo reaparezca el verdadero revolucionario, el que por fin nos diga “El rey está desnudo” y comprendamos que el áureo vestido, tejido por la avaricia, ha sido y es una estafa y el mundo vuelva a ser lo que nunca fue, una comunión entre hombres libres, construyendo la senda de la fraternidad humana, por donde transitemos grabando en cada piedra la ley, la gran ley: “Amaos los unos a los otros”- Tenía yo quince años cuando, subiendo al tren, me lo dijo  Vicente, el viejo anarquista, ferroviario de tomo y lomo en la estación donde esperaba para marcharse, sin equipaje, rumbo al mar de donde no volvió jamás, una tarde de agosto. Entre los rieles, agitando su lámpara, el guarda agujas de Juan José Arreola, corría por las páginas del magnífico relato del mejicano a quién nunca he dejado de admirar.
Mi primer tren, sin embargo, no echaba humo ni pintaba nubes en el cielo del comedor en mi casa. Tampoco necesitaba carbón y me bastaba girar la llave que le daba cuerda para verlo recorrer la parábola de rieles por donde se alejaba, cruzando un puente en su regreso a la estación pintada, al borde de la línea férrea, donde lo esperaba el gentío de cartón con sus maletas, listo para subir a su único carro de pasajeros. Hombres, mujeres, niños y yo, nerviosamente lo mirábamos alejarse, cruzar un túnel, tocar el pito y luego detenerse para volver a traquetear siempre la misma distancia sin paisajes, como planeta alrededor de un sol apagado y eterno. Eso no me importaba, ni a ninguno de los pasajeros que subíamos a él. Bastaba darle cuerda, e instantes más tarde cruzábamos los pastos africanos, observando como los leones rugían entre los elefantes o nos atacaba, en el farwest, la pandilla de Jesse James. A mí me gustaba ir a la India, cruzar los manglares, ver a los tigres y contarle a mi mamá, en la noche, mis aventuras en esos países exóticos. En uno de mis regresos le traje un Kimono, encontrado en la China de los mandarines, el que mi mamá recibió ufana de tener a un hijo tan viajero, el cual le relataba sus aventuras antes de caer rendido y dormirse sin miedo a los selenitas, donde mi tren me llevaba a conocer los misterios del universo. Un día, mientras miraba a la vecina del frente jugar al cordel, mi ferrocarril, cansado de esperarme, o sospechando que ya no era un niño, se marchó para siempre, tocó el pito, los pasajeros de cartón subieron y la locomotora huyó por la ventana, sin mirar atrás, dejando la pintada estación vacía para siempre, con los ojos del boletero muy abiertos, rascándose la cabeza, interrogando a los rieles abandonados y sin saber si tenía que cerrar la boletería, marchándose a casa o debía seguir esperando mi regreso. Nunca más volví. Espero que se haya marchado y su jubilación sea justa. Aunque sospecho que, de vez en cuando, regresa y me espera con mi boleto en la mano.
Una de esas noches, con un sordo chirrido de frenos, llegaron a buscarnos. La calle estaba a oscuras, el toque de queda caminaba por las calles húmedas y un gallo negro anunciaba que no debíamos salir, pues la muerte nos esperaba con su uniforme gris entre las escasas luminarias permitidas en la ciudad. Patearon la puerta. Nos golpearon. Y mientras revisaban nuestros cuartos, entre gritos e insultos, nos dijeron que tomáramos nuestras escasas pertenencias, debíamos “acompañarlos” a la estación. Estábamos asustados. Mi padre, mi madre, mis tres hermanas y yo, sin oponer resistencia, seríamos trasladados a una fábrica, donde aportaríamos la fuerza para la producción. Nada más nos dijeron. Así que, en cuestión de minutos, estábamos arriba del camión donde otros iguales a nosotros permanecían llorosos, con esa máscara terrible que nos pone el miedo ante lo desconocido. Pero sabiendo que lo desconocido tiene un cuarto lleno de dolor para que lo habitemos. Llegamos. Tratábamos de no mirarnos, de no reconocernos y  fingíamos ser otros, avergonzados de ser nosotros mismos, para que el otro no se enterara que también estábamos ahí, en la misma situación. Sintiéndonos culpables, aún sin serlo, y por esa culpa desconocida nos encontrábamos con los demás, que si lo eran, pues por algo estaban ahí. Lo nuestro era una equivocación, sin duda, y con las luces de la mañana se darían cuenta. Habíamos sido buenos ciudadanos, pagábamos impuestos, cumplíamos las reglas, éramos respetables. De eso no había dudas. Podíamos demostrarlo y nuestros papeles estaban en regla. Eran los demás quienes tenían problemas. Seguramente pertenecían a esos grupos que se quejaban, echando a correr rumores o se negaban a cumplir lo establecido y por lo mismo estaban donde estaban. Eso tenía que ser. Muchos de ellos, desde el principio, se opusieron a cuanto nuestras autoridades nos dijeron que debíamos hacer. Eso trajo confusión. Y, finalmente, nos echaron a todos en el mismo saco, pagando justos por pecadores. Ahora, ellos y nosotros, estábamos en el mismo lugar pero, llegada la mañana y comprobaran nuestros antecedentes, todo se resolvería quedando en nada, al menos para quienes teníamos la conciencia limpia. No resultó así. Al presentar nuestra documentación, entre empujones e insultos, nos dijeron que eso carecía de importancia. Figurábamos en las listas y eso si era importante. Quienes insistieron en reclamar fueron golpeados y devueltos a donde estábamos hacinados, tiritando de frio y recluidos en el temor de los unos a los otros. Lo peor comenzó después. La estación donde estábamos comenzó a llenarse hombres armados, vinieron los gritos, para momentos después, entre ladridos de perros, ordenarnos en hileras de mujeres, hombres y niños. Nos daban culatazos, nos golpeaban con cachiporras ya que nuestras familias se negaban a separase. Fue inútil. ¡Aquí las mujeres! ¡Los hombres! ¡Niños y niñas! Mamá fue golpeada, repetidamente. Mi padre arrastrado y sangrando quedó tirado en el andén. Mis hermanas gritaban, pero finalmente cada uno ocupó su puesto. Uno de los pequeños, junto a mí, huyó tras su madre y los hombres que nos rodeaban soltaron a dos enormes perros. Vimos como corrían tras él, abalanzándose y, entre gruñidos, morderlo incansablemente. Parecía un muñeco, tirado de un lado a otro, por las dentelladas. Luego un silbido los apartó. Un grito terrible, un disparo. Y la sangre del niño corriendo en busca de la sangre de su madre, tirada unos metros más allá, sin poder alcanzarla. Todo quedó en silencio. Entonces el pito de la locomotora, mientras se acercaba al andén, resonó como un cisne y la nube de vapor, con su luna rota y húmeda, borró la escena deteniéndose  junto a nosotros. Luego nos subieron a los vagones, casi no hubo resistencia, sólo queríamos mirarnos, tocarnos y hablarnos con los ojos, pero rápidamente desaparecíamos al interior de aquellos carros para animales, a los cuales éramos empujados, quedándonos solos, encerrados en nosotros mismos y escuchando el ruido de las puertas. Absurdamente, en esos instantes, recordé el tren a cuerdas, el regalo de papá en mi cumpleaños, con su andén de cartón y los rieles que volvían con mi tren, después de cruzar un puente, al mismo lugar y yo subía para viajar por el mundo, contándole a mamá mis aventuras imaginarias. No quise llorar, sentí el tracatracatraca del ferrocarril saliendo a lo desconocido, rumbo no sé a dónde. Lo último que escuché, mientras  abandonábamos la estación, fue -¡Judíos de mierda!-
El vapor tenía sus días contados, pero no así lo injusto que sigue perpetuado en lo humano y es una cordillera infranqueable, incluso lo fue para las locomotoras. Esa locomotora que invadía la pantalla del cine provinciano al que acudíamos  recorriendo los paisajes de la revolución mejicana, entre corridos y balaceras para que supiéramos nosotros, los pobres, que allá en la gran nación del norte Antonio Aguilar, Miguel Aceves Mejía y otros habían recreado la magnífica y, quizás, la más pura de las revoluciones con hombres de la talla de Emiliano Zapata, Macías y tantos levantados que hicieron de la esperanza reparto de tierra y pan. Aunque después fracasaran y terminaran asesinados, devorados por el polvo o con su cabeza en un frasco ¿o no Pancho Villa? Así fue ese tiempo, con el ferrocarril se inició la época de las revoluciones. El vapor, hijo del agua, trajo el futuro, las desgracias y la esperanza. El tren, impulsado por la energía del fuego y la lluvia recorrió pueblos, ciudades, abrió la conciencia y estremeció la tierra. Unió y desató la tormenta en Rusia, vino a nuestra América, cruzó la India, gravitó en China, escondiéndose luego en las fotos desteñidas de nuestros abuelos. Su largo periplo de rieles nos reunió en las estaciones donde también nos separamos para ir en busca de mejores sueños y de los cuales muchos no regresaron jamás, convencidos que el mañana sólo existía más allá, lejos de esos pueblos sin más tiempo  que borrarse o quedar solos, abandonados a las orillas del mundo.
-¡No te vayas hijo! ¡No te vayas!-
- Es sólo por un momento. Ya voy a volver-
-Así nos dijo ¿verdad francisca?-
-Cierto viejo. Así fue-
A lo mejor estamos muertos y por eso no vuelve-
-¿Y cómo saberlo?-
- Cuando vuelva el tren, ahí lo sabremos-
- ¡Ay!, viejo, el tren es lo único que vuelve-
-Entonces hay que seguir esperando-
-A lo mejor estamos muertos, como dijiste-
-A lo mejor-
El tren recorrió Chile como a un esqueleto solitario al cual le brotaban pueblos y pueblos y pueblos, tan sin gente en su monotonía que duraban el instante en que la locomotora pasaba y uno escuchaba el silencio, su escritura de pájaros quemados en las ventanillas. Luego dejaban de existir, volviéndose polvo y despertando cuando el pito del tren les avisaba de su regreso. Para volverse polvo nuevamente, apenas el ferrocarril se alejaba como un caballo ronco y negro rumbo al océano del cual no tenían conocimiento. Excepto cuando encontraban peces, con aletas de sal y  huesos de piedra, nadando aún en la pecera coagulada de los roqueríos, como si no supieran que el mar sólo existía en los ojos de los muertos. O lo descubrían en esos fantasmas con espadas, mosquetes, grandes sombreros, cubiertos de caracolas y estrellas marinas tan resecas como ellos, a los que los arrieros solían ver en los cerros y esos hombres, acercándose, les preguntaban con voces de herrumbre, soles disecados y aguas muertas, donde quedaba el mar.
-El mar no existe caballeros, contestaban los arrieros, es un sueño que tenemos cuando niños. La tierra es un llano que el sol quema todas las tardes y el rocío vuelve a sembrar todos los amaneceres del mundo. Y esos hombres se alejaban llorando, mientras las aves picoteaban la estela de sal de aquellas lágrimas sin esperanza. Entonces, compadeciéndolos, les gritaban desde sus mulas ¡Pero si se van por ahí, lueguito encuentran el tren, aunque no sabemos para donde va, a lo mejor lo lleva! ¡Y si no, esperan el otro! ¡Los trenes siempre van para algún lado!-
Efectivamente, siempre iban para algún lado, y una de esas veces llegaron a Ovalle, mi pueblo. “Ciudad”, me dice un paisano, y la boca le queda ahí mismo. Para ciudad le falta mucho, le respondo, y para no ser pueblo le sobra poco. Y llegaron casi forzosamente, del árbol tendido de los rieles nosotros fuimos un ramal accesorio, pero necesario. Nos dieron el nombre de ciudad y nos dejaron el fruto de una estación. Y de agregado, por la escasez de trabajo, una maestranza, componedora de trenes, meica de bielas, zurcidora de pistones, sastre de carros, machi de calderas, sobadora de cansadas ferramentas y cuanto trabajo existía en la reparación de aquellas bestias de carga. Mi papá fue uno de aquellos, entre tantos, que las destriparon, reanimaron, armaron, cosieron y levantaron para que siguieran corriendo, atravesaran páramos, ciudades, villorrios, trayendo y llevando mercaderías, frutas, quesos, amores, féretros y animales de cuatro y dos patas por el territorio largo, terremotero, desamparado e injusto que se llama Chile.
-¡Viejo! Viejo!-
-¡Qué!-
-Ya no hay ni olor a tren-
-¿Estay segura?-
-Sí-
-Ahora si estamos muertos-
-¡Ay!, viejo ¿qué vamos hacer?-
-¡Nada! Eso vamos hacer-
De pronto, de algún bolsillo, el tiempo trajo las locomotoras diesel y las de carbón y vapor comenzaron a retirarse o a cumplir labores de segunda. Las estaciones no volvieron a esperarlas, se engalanaron para el mañana, las desecharon como a viejas decrépitas y Ovalle reinició la novedad pueblerina. Los maestrancinos volvieron a su escuela y sus cuadernos se llenaron de la nueva maquinaria, enorme como elefantes, cuya fuerza podía utilizarse para iluminar una población entera. Era el futuro, otra energía movía el mundo y de estación en estación pregonaron lo venidero. Autos, microbuses, camiones, atravesaron el territorio dejando en el aire su cometa de asfixiante petróleo. El vapor se retiró nuevamente a las cocinas, lavanderías y en las viejas teteras de las cocinas a parafina o de leña. Mientras huía tras las nubes, solía contar viejas historias de revoluciones, de viajes al horror de la muerte, llevando a viejos, mujeres, hombres y niños a los campos de lágrimas donde, otros hombres, los convertían peinetas, lámparas o huesos calcinados. Pero las viejas locomotoras no podían subir al cielo, desterradas, permanecieron en lo inmóvil, descascarándose, deshojándose como árboles de óxido, en un otoño sin redención, atravesando mis recuerdos en los que yo, parado al costado de la línea, esperaba a mi padre, a eso de las doce, cuando el maestrancino, viejo tren de patio, refunfuñando me lo dejaba cerca de la casa para almorzar. Y ahí persistía, bufando, echando humo, hasta que aburrido tocaba el pito y la húmeda sirena del vapor se lo llevaba de vuelta a la maestranza, devolviéndomelo a las 18,30, cuando me traía la revista Enviaje, donde conocí por primera vez a Jorge Teiller y a otros poetas que tren arriba geografiaban Chile, y a mis ojos asombrados por las palabras.
Pero todo pasó, esos trenes existen sólo en mi corazón. Las estaciones se fueron tras el vapor. La maestranza, derrotada, se volvió una feria libre. Mi padre acudió al silencio y no volvió jamás. Las locomotoras a vapor, como viejos dinosaurios extintos, se pierden tras la historia y quienes las conocimos también. Habitábamos el ayer y el mañana nos sorprendió con una pedrada en la puerta. Estoy aquí, nos dijo.
Pero estuvimos ahí. Y estamos aquí, en este futuro que agoniza y nos convierte en chatarra de lo que viene, un mundo sin historia, construida por los publicistas, esos profetas del áureo becerro, defensores de sus propias mentiras, construyendo la enorme prisión de la imaginación, el pensamiento y el hombre entero. Un hombre convertido en consumidor y reproductor, con la boca abierta frente al televisor, viajando en su sofá, comiendo papas fritas en bolsa, tomando cerveza y esperando el lunes como esperaban los viejos esclavos la jornada y el látigo. Eligió un amo, el dinero, y paga con sus hijos los favores recibidos. Las revoluciones, esas que viajaron en el ferrocarril, entre el vapor y el humo, fueron derrotadas, junto al carbón, por el petróleo. Las viejas locomotoras, como dije, fueron reemplazadas, como lo será el hombre por la tecnología. Pero el hombre ni siquiera tendrá un lugar en los museos, apiñado, entre basuras, caminará extendiendo la mano por un mendrugo, soñando con la posibilidad que su ídolo áureo abra los ojos y se acuerde de él. Lo que nunca más pasará. Sus amos no lo permitirán, blandiendo sus tarjetas de crédito, sus deudas de plástico, lo devolverán a la realidad. Y el hombre sin Dios, esclavo de sus semejantes, con la boca abierta, los ojos cerrados, esperará un tren a las nubes, pero no tendrá ningún cielo al que viajar.


Autor Ramón Rubina Gajardo.

No hay comentarios: