ROBERTO BOLAÑOS SOBRE SERGIO LARRAÍN:
¿En qué consiste la lucidez en la fotografía? ¿En ver lo que
se tiene que ver y no ver lo que no se tiene que ver? ¿En
tener siempre los ojos abiertos y verlo todo? ¿En seleccionar
aquello que se ve, en hacer hablar aquello que se ve? ¿En
buscar, entre un alud de imágenes vacías, aquello que el ojo
vislumbra como belleza? ¿En buscar vanamente la belleza?
El asesino duerme mientras la víctima lo fotografía. Esta
frase, pronunciada casi en un murmullo por una voz
resignadamente tranquila, me persigue o persigue a mi
sombra desde hace muchos años. El asesino duerme. La
victima le hace fotos. En imágenes: una cama individual,
barata, en una habitación ni soleada ni en penumbras, sobre
la cama un tipo confiado, dormido boca arriba o de lado,
vestido con calzoncillos y camiseta, calcetines oscuros, sin
sabanas que lo cubran, en el estado de abandono propio
de un durmiente, y una sombra, ni hombre ni mujer, solo
sombra, silueta andrógena situada a los pies de la cama,
escorada hacia la izquierda, hacia el centro de la habitación,
que sostiene una pequeña cámara en el aire y que mira por
el objetivo con una concentración similar a la del tipo que
duerme, pero ( y aquí reside uno de los signos del horror
y de la normalidad) de otra naturaleza. La maquina fotográfica
que sostiene con las manos, esto es importante subrayarlo,
da la impresión de estar afianzada en un trípode, un trípode
imaginario en el centro de esa habitación ligeramente
desordenada que puede ser la habitación de un hotel y
puede no serlo. En cualquier caso, parece ser la habitación
del durmiente, es decir del asesino, y no la habitación del
fotógrafo, es decir de la victima, aunque este ultimo se
mueve por ella con una cierta familiaridad, una familiaridad
creciente, en donde se percibe, en dosis iguales, constancia
y dolor, rebeldía y fatalidad, como si la realidad se arqueara
y el tiempo, solo por un instante, mirara hacia atrás.
El que hace la foto vence, pero esa victoria puede conducir
sin apelativos hacia la muerte. El que abre los ojos gana,
pero ¿ a quien le gana?, ¿y que importancia puede tener
ganar cuando uno sabe que en el fondo pierde, que todos
perdemos?
Los niños vagabundos de Santiago y las sombras de Londres.
Lo mojado y lo seco en la obra de Larraín.
Me gustaría decir que en alguna de sus fotos he vivido.
Puede ser. De lo que sí estoy seguro es que por alguna de
sus fotos yo he pasado: he caminado por esas calles
fotografiadas por Larraín, he visto los suelos como espejos
(espejos en donde solo se refleja lo más precario o nada),
me miraron aquellos a quienes Larrain miro.
Parece el fotógrafo accidental. Parece el fotógrafo juguetón.
Parece el niño chileno desencadenado. Parece muchas cosas
que no es.Por momentos creo que busca la armonía o un
sucedáneo de la armonía: el instante en que todo se detiene
y los hombres y las cosas se asemejan. Nadie se mueve. La
lluvia se inmoviliza en el aire. El tipo del paraguas se convierte
en algo similar a la estatua ecuestre del fondo. El ojo se
abre hasta alcanzar el tamaño de una boca.
Tengo la impresión de que Larraín es el turista perfecto, el
turista medusa al que años de sedimentación en el único
país que parece un pasillo y generaciones de vidas chilenas
malgastadas, despilfarradas u olvidadas, concedieron una
mirada que también es una forma de moverse. Rápido, ágil,
joven e inerme, Larraín observa la ciudad que es un laberinto
y al hacerlo también nos observa a nosotros. La mirada de
Larraín: un espejo arborescente.
Larraín fotografía una cola: gente que espera el bus. Esto
sucede en Londres pero se diría que pasa en las afueras del
infierno. Una cola perfectamente ordenada, perfectamente
normal. Cuando llegue el bus se subirán y luego el bus se
marchara y el espacio en donde estaba quedara, por un
instante, vacío. La secuencia puede repetirse hasta el infinito.
La gente que suba al bus no ira, por otra parte, al infierno.
El azar ha decidido que vaguen para siempre en los
extramuros de la foto.
Larraín fotografía a gente paseando por Hyde Park. En
apariencia es una foto inglesa y es una foto normal: la
quebradiza armonía atrapada por la cola. Sin embargo, si la
miro con atención, distingo en el lado derecho a un aldeano
de Santiago de Chile, un empleado de ministerio o de banca,
en cualquier caso un oficinista o un burócrata, un buen
hombre que jamás ha salido de Chile, su sombrerito asi lo
atestigua, sorprendido mientras pasea por Hyde Park con
gesto adusto (un gesto adusto de lo más desvalido, por
otra parte), como si pensara en cosas abstrusas. En el lado
izquierdo de la foto una chica, una canguro, posiblemente,
empuja un carrito de bebe que no se ve: solo aparece en
el objetivo el manillar. Esta chica si que es inglesa: sus ojos
miran el carrito que yo no veo y el niño que yo no veo, pero
por el gesto de su rostro uno comprende fácilmente que
se encuentra en otro lugar; un lugar mucho más calido, el
trópico de las formas geométricas, el trópico de los exilios
geométricos. La foto no acaba con estos dos personajes
que en realidad solo la enmarcan y que enmarcándola le
dan un giro; en medio de la canguro luciferina y del aldeano
de Santiago de Chile, pero más alejados, una pareja tomada
del brazo avanza hacia el ojo del fotógrafo y hacia el primer
plano, que de esta manera se convierte en una promesa
de futuro, como si el destino de esa pareja ideal (y
eminentemente británica) fuera el peripatético chileno y el
bebe que no vemos y su dudosa vigilante. Pero incluso aquí
no se acaba la foto ( pues esta foto y tal vez todas las fotos
tienen un principio y un final, aunque por regla general
nunca sepamos a ciencia cierta cual es el principio y cual es
el final) o no se acaba la puesta en escena de personajes:
Al fondo mínimas, se ven tres siluetas, estas si en el centro
exacto del objetivo, tres siluetas que se equilibran en el
punto en donde el placido camino de Hyde Park se confunde
con el horizonte y que no se si avanzan hacia la cámara de
Larraín o se alejan de ella , probablemente avanzan, tres
siluetas que son como tres agujeros negros y como tres
arañazos mínimos en la fatal placidez (y lucidez) de esta
fotografía.
Larraín fotografía a un tipo que acaba de descender las
escaleras del metro de Baker Street. La composición parece
un comentario a cierta pintura de Delville. En el pintor belga
la gente sube o baja al infierno y sus cuerpos desnudos
relumbran como un torbellino. En la foto de Larraín la gente
sube y baja del metro con la misma pompa y circunstancia,
con el mismo abandono, con el mismo semblante entre
reflexivo y triste.
Bajo esta óptica el London Bridge, con su autobús de dos
pisos y los pilares monstruosos que se hunden en el agua
oscura y fría, asume el papel de puente del infierno: un
puente por el que corren sombras de personas y bajo el
cual el agua fluye ( el agua que casi siempre es inquietante
cuando un artista la fotografía) con la majestuosidad y la
soberanía de la muerte. He dicho monstruoso, infierno,
sombras majestuosidad, muerte, pero ninguna de estas
palabras debe leerse de forma enfática,sino más bien con un tono casual, tal como Larraín las
fotografía.
Una casualidad inquietante, en todo caso, que cruza la foto
en mas de una ocasión, como para permitirnos descubrirla,
ver su rostro compuesto de aire, su sonrisa compuesta de
aire, el manto de soberana que la envuelve y con el que ella,
magnificente y fría, nos envuelve. Como si la casualidad
fuera un sinónimo del infierno. O peor aun: como si la
casualidad fuera la esencia del infierno, su mecánica, sus
paredes, sus agujeros que se hinchan como ojos.
A veces uno tiene la impresión de que él opera en el centro
de la indiferencia, fingiéndose indiferente, con una
predisposición voluntaria, no obstante, a cualquier accidente.
A veces uno tiene la impresión de que su resistencia (una
resistencia juvenil ) esta a punto de romperse. Pero su
resistencia no se rompe nunca porque esta compuesta de
gracilidad.
La gracilidad del azar.
Larraín fotografía a siete tipos que caminan por una acera.
Algunos de ellos llevan bombín. Probablemente trabajan en
la City. El que camina por el centro de la foto se parece o
tiene un vago aire a Winston Churchill. Seis de los tipos están
enfocados. El séptimo, el de la derecha, esta desenfocado
y uno diría que apareció por allí en él ultimo momento. Pero
eso es imposible. Los otros seis caminan a buen paso, por
lo que sí alguien se introdujo en la foto de improviso no
fueron, precisamente, estos. El séptimo, aunque no lo puedo
asegurar, parece un portero o el encargado de sacar la
basura de los edificios. El séptimo parece un ectoplasma
extraviado que contempla la foto de Larraín desde atrás de
la foto. En la acera de enfrente otros tipos (a los que no se
les ve la cabeza) caminan rumbo a sus bancos o sus oficinas.
El séptimo, por lo tanto, es un espejo parcial. Un espejo
sobreviviente (y desocupado) que aparece en cualquier
punto de la historia y que comenta el azar desde el azar
mismo.
Pero los hombres de bombín, e incluso aquellos que no lo
llevan, también saben estar solos. Estar solo es, básicamente,
viajar, y Larraín los muestra en sus viajes urbanos. Seres
temibles que se abren paso entre la niebla, hombres con
abrigo, bombín y paraguas que caminan, majestuosos y
estólidos, por sitios en los que normalmente nadie se
aventura, menos aun un turista, salvo que ese turista sea
Larraín. Y aquí podemos incluso hacer conjeturas
disparatadas: ¿esos hombres tristes, razonablemente
elegantes, encarnaciones milagrosas de la carencia de toda
duda, son personajes accidentales o el joven chileno Larraín
los ha seguido, sigiloso como un espía o importunándolos,
desde las calles populosas hasta las calles solitarias, hasta
los rincones mas apartados y negros del río o de los
suburbios, con la intención de, llegado el momento,
fotografiarlos? ¿Son personas a las que Larraín no conoce?
Tal vez. La mayoría aparece de espaldas. Todos absortos en
la contemplación de un escenario que puede ser el escenario
exterior o el interior: la habitación inmaculada de un yo
abatido. Uno de ellos, sin embargo, creo que mira
directamente a Larraín en el momento en que este hace la
foto: ese hombre con bombín, abrigo y corbata camina con
la solemnidad de un astronauta. Por un instante uno tiene
la sensación de que ha llegado, ya hace años, de un planeta
lejano de nuestro sistema solar, un planeta lejano e intangible.
Es probable que tras sus gafas oscuras se escondan unos
ojos enrojecidos e insomnes. Es probable que ese viajero
espacial haya reconocido en Larraín a un semejante.
En algunas fotografías parece no haber aire. La presión
atmosférica es feroz. Las personas se mueven como
sonámbulos, el corazón y los pulmones van cada uno por
su lado, desbocados. En algunas fotografías puedo imaginar
al joven fotógrafo chileno desplazándose en una silla de
ruedas de aluminio policromado por las calles de un sueño
que parece una ciudad llamada Londres pero que no es,
ciertamente, una ciudad, sino un abanico de velocidades.
Puedo imaginar a Larraín con el rostro lleno de pequeñas
cicatrices, como si se hubiera cortado esa mañana al afeitarse
o como si no supiera afeitarse. En algunas fotografías
Londres parece una pecera. Silenciosa y primordial. En otras
es Larraín el que parece estar dentro de una pecera
fotografiando un planeta vasto y vagamente familiar.
No viene a cuento, pero cuando yo era niño e incluso
adolescente, se decía que Chile era la Inglaterra de
Sudamérica (de la misma manera que Uruguay era la suiza,
Buenos Aires la Chicago, etc.). Quienes afirmaban lo anterior,
por supuesto, eran chilenos. A partir de 1973 esta broma
dejo de causarnos gracia o se convirtió en lo que siempre
había sido: un sarcasmo. Pero los símiles nunca son inocentes
y al cabo de un tiempo regresan o regresa su fantasma:
con otros ropajes, con otros lujos, con otro sentido. Regresan
convertidos en deuda. Regresan convertidos en respuesta.
En octubre de 1998 nuestra desaparecida broma adolescente
y autocomplaciente, nuestra broma pelmaza, se materializo
una vez más. Inglaterra ahora se disfraza, en sus ratos de
ocio, de Chile, y los chilenos buscamos en esas imágenes
inglesas, en esa hospitalidad inglesa, nuestra adolescencia
ideal (es decir nuestra risa, nuestra irresponsabilidad), pero
no vemos nada. O tal vez si vemos algo: sombras adversas
que nos pertenecen, imágenes imposibles de finales de los
50 y mediados de los 60, cuando aun podíamos mirar de
otra manera.
Larraín fotografía un coche detenido y ese coche parece
ir a más de cien kilómetros por hora.
Larraín fotografía calles vacías y esas calles parecen estar
emergiendo del ser o de la nada, sin ruido, como si el
fenómeno sucediera en el espacio exterior.
La velocidad del coche detenido y el silencio de las calles no
son más que metáforas de nuestra propia soledad, una
soledad en movimiento. El espejo de nuestro esfuerzo y de
nuestra resistencia.
Larraín fotografía las piernas, los zapatos de una mujer y
de un hombre. Están detenidos, aguardan, pero quien
observa la foto sabe que seguirán caminando, que se
separaran, que se juntaran, que volverán a separarse en
una sucesión de instantes irremediables que pasado un
tiempo llamaremos vida, azar, nada.
Sé diría que en Londres el joven Larraín no encontró una
ciudad sino un universo.
Roberto Bolaño, Escritor, nació en Santiago de Chile en 1953
y falleció en Barcelona en el 2003.
Sergio Larraín, Fotógrafo, nació en Santiago de Chile en
1931
Falleció en Ovalle 2012
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